miércoles, 16 de mayo de 2012

Newman sobre Santos Inocentes

Terminé hace unos días el segundo volumen de los Sermones parroquiales de Newman.
Ya me he leído tres (el 1, el 2 y el 4) y este es excelente también. Es grandioso Newman, no hay otro modo de decirlo.
Destacan tres sermones: Los poderes de la naturaleza (317-325), El peligro de lograr las cosas (326-335) y El alma de los niños (75-80), con pasajes que ahora suenan chestertonianos (Chesterton era newmaniano, seguro):
La sencillez con que el niño actúa y piensa, su pronta aceptación de lo que se le dice, su cariño ingenuo, su confianza franca, su desvalimiento evidente, su ignorancia del mal, su incapacidad para ocultar sus pensamientos, su conformidad, su rápido olvido de los problemas, su capacidad para admirar sin codiciar y, sobre todo, su espíritu de reverencia que mira todas las cosas a su alrededor como maravillas, prendas y figuras del Único Invisible, son todo pruebas de que, por así decir, hasta hace poco se encontraba en un estado de cosas más elevado. Bastaría con observar la seriedad y el asombro con que un niño escucha cualquier descripción o cuento, o también lo libre que está de ese espíritu de orgullosa independencia que se instala en el alma a medida que pasa el tiempo. Y aunque los niños suelen ser frágiles e irritables, y no todos son igualmente agradables, sus pasiones van y vienen como los chaparrones; pero eso no nos impide sacar una provechosa enseñanza de su fe ingenua y de su inocencia. (…)
En conclusión, me limitaré a recordaros la diferencia entre el estado de un niño y el de un cristiano adulto aunque esa diferencia casi es demasiado obvia. (...) Está claro que la inocencia del niño no participa de esta santidad más alta. El niño es un anticipo de lo que al final se cumplirá en él. La belleza más grande de su alma se encuentra en su superficie y cuando, con el paso del tiempo, se pone a la acción (como es su deber), al instante desaparece. Sólo mientras permanece inactivo es como el agua tranquila en que se refleja el cielo. Por tanto, no debemos lamentar que los años de la infancia hayan pasado ni suspirar por los recuerdos de placeres puros y contemplaciones que no podemos recuperar. Sino que, más bien, lo que éramos de niños es un barrunto, un presagio santo, dado para nuestro consuelo, de lo que Dios iba a hacer con nosotros si rendíamos el corazón a la guía del Espíritu Santo, una profecía del bien que nos espera, una muestra de lo que tendremos, multiplicado, en el cielo. Así que la infancia es una prenda de la inmortalidad, porque lleva sobre sí, en figura, esas altas y eternas excelencias en que consisten las alegrías del cielo; y el Creador, que nos ama inmensamente, no nos daría las sombras si no fuera a darnos algún día las realidades (77-78 y 80 -negritas mías).
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5 comentarios:

  1. Qué esperanzador, que bueno. Gracias, Angel.

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  2. Hipótesis de Riemann16 de mayo de 2012, 12:06

    Es magnífico.
    Muchas gracias, Ángel.

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  3. Me alegra que os guste: merece la pena leer el texto entero, una maravilla.

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  4. Sí que es una maravilla, gracias.
    Podría aplicarse casi entero a los ancianos, tan cercanos a los niños (salvo en la ignorancia del mal y en la capacidad de ocultar algunos de sus pensamientos). También en ellos son pruebas de lo cerca que se encuentran de un estado de cosas más elevado.

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  5. Yo sí creo que hay algo de la infancia de lo que se puede tener una inmensa nostalgia: de la inocencia, entendida en su significado etimológico: in-nocentem es "el que no hace daño". Y eso ya no se nos puede aplicar a ninguno cuando somos adultos.

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